Cuánta razón tenía Horacio, el poeta romano, al afirmar que “Empezar ya es la mitad del camino.” Porque sí: lo difícil suele ser el arranque, el primer paso. Pero una vez dado, el trayecto comienza a tomar forma… casi sin darnos cuenta.
Nos cuesta decidirnos a emprender un viaje, pero basta con bloquear unos días en la agenda para que la imaginación ya vuele por paisajes aún no recorridos. Nos frena iniciar un proyecto, pero apenas le ponemos nombre, ya lo sentimos nuestro. Nos vence la pereza de ir al gimnasio, pero en cuanto preparamos la bolsa de deporte y cruzamos la puerta, el cuerpo ya se activa.
Qué poderoso es ese instante inicial. Esa chispa que, sin avanzar un metro, ya nos proyecta hacia la meta. Pero igual de importante es mantener el ritmo, llegar a esas pequeñas estaciones intermedias —las “metas volantes”, como dirían los ciclistas— que nos regalan dosis de ánimo, confianza y combustible emocional.
También me gusta recordar otra frase sencilla pero certera: “El primer paso no te lleva a la meta, pero sí te saca de donde estás.” Y eso, a veces, ya es mucho. Ya es todo.
¿Y si hoy fuese el día de empezar eso que llevas tiempo posponiendo?
Un fuerte abrazo… de esos que se dan a mitad del camino, cuando aún no hemos llegado, pero sabemos que vamos bien.
Esta mañana, desayunando en mi cafetería de referencia, me he fijado en cómo interactuamos los que solemos coincidir allí cada día.
Siempre hay un saludo afectuoso entre los que nos conocemos. Algún comentario sobre el tiempo y, según la confianza, incluso puede surgir alguna observación más personal.
Aunque siempre están puestas las noticias —a mi parecer, un error; mejor poner música o algo que no tense los ánimos desde primera hora—, no suele haber comentarios sobre el escenario político, que es lo que insisten en mostrar las televisiones sin cesar.
Lo que hoy me ha llamado más la atención es el possaludo: ese momento inmediatamente después de saludar a los conocidos, pedir el café y sentarte en la mesa —o quedarte en la barra— para tomarlo. Y me he dado cuenta de que es casi unánime el acto de sacar el móvil y pasar todo el desayuno trasteando con él.
Mirar el móvil es fácil y cómodo. Nos evita el aburrimiento y, en ocasiones, la espera. Nos permite contestar un mensaje de trabajo desde la cafetería. Pero también nos roba momentos muy valiosos: la mirada curiosa, la escucha atenta, la posibilidad de entablar una conversación, ese pensamiento que brota cuando no hacemos nada, la charla continua que no se interrumpe cada poco con el sonido de un mensaje recibido… Justo esos momentos que merecen la pena y que surgen cuando te has dejado el móvil en casa o en el coche.
El móvil nos permite estar conectados y localizados. También resolver temas sin necesidad de estar en un despacho o frente a un ordenador. Y todo eso está bien. Pero ¿es necesario estar así en todo momento? Estamos tan conectados y se ha vuelto una herramienta de trabajo tan esencial que pasar un día entero sin móvil es hoy en día casi imposible. Pero ¿seríamos capaces de estar sin él, al menos durante algunos momentos del día? Por ejemplo, dejar voluntariamente el móvil durante el desayuno —que serán diez minutos, como mucho— o durante la comida. Siendo conscientes de que lo hemos hecho de manera voluntaria.
Oí hace tiempo al Mago More contar que en su casa tenían unas “cajas del tiempo”. Son unas cajas —más bien pequeñas— en las que puedes meter cosas: las llaves del coche, el móvil o, incluso, según el tamaño, una consola. Programas el tiempo que quieras, y la caja se bloquea y es imposible de abrir hasta que ese tiempo ha pasado. Creo recordar que el Mago More las usaba para estar con su familia sin distracciones de fuera… ni de dentro (esa tentación constante de mirar el móvil, aunque no haya nada urgente ni estemos esperando ninguna llamada o mensaje).
Acabo de recordar un vídeo que me llegó hace poco, en el que una marca de refrescos (Un té) hace algo similar a lo de las “cajas del tiempo”. Voy a buscarlo y os lo adjunto con esta reflexión, porque es realmente interesante —a ver si lo encuentro—.
No sé si la solución es comprar una de esas cajas, o simplemente dejarnos el móvil voluntariamente en el despacho o en el coche durante momentos concretos. Lo que sí voy a intentar es forzar esos espacios sin móvil encima —sin la posibilidad de recibir mensajes o llamadas, y evitando también la tentación de mirarlo sin una urgencia clara—.
¿Hace cuánto que no te tomas un café contigo mismo? Disfrutando, simplemente, de su sabor y de los pensamientos que van viniendo sin nada que los interrumpa. Mostrando tu disposición a que alguien se te acerque al ver que no estás ocupado en otras cosas.
¡Venga! Yo mañana lo pruebo. Dejaré el móvil en el coche a la hora del desayuno, y disfrutaré del café, de la escucha, de la mirada atenta, y estaré abierto a quien quiera acompañarme en ese momento. Es un primer paso. ¿Te animas?
Un fuerte abrazo… de los que se dan sin distracciones,
Por la fiesta de Todos los Santos hemos ido al pueblo. Me encantan esas puertas de las casas de los pueblos que están partidas por la mitad, en las que, habitualmente, solo se abre la parte superior. Media puerta que deja pasar la luz y la voz, pero mantiene el resguardo.
De joven pasé algunos veranos en un pueblecito de Ávila, donde nuestros vecinos tenían una puerta de ese tipo en la entrada de su casa.
Recuerdo que, durante los primeros días del verano, las conversaciones con nuestros vecinos —que ya eran mayores— las teníamos en el soportal: ellos dentro, con la puerta medio abierta, apoyados en la hoja inferior, y nosotros sentados en un banco de piedra que había en el pequeño porche de entrada. Así era durante varios días, hasta que la confianza iba ganando terreno y, poco a poco, esa mitad inferior se iba abriendo.
Esto mismo ocurre con nuestra forma de relacionarnos: muchas veces —ya sea por falta de tiempo, por desconfianza, por no comprometernos, por no hacernos vulnerables al otro— solo dejamos abierta la parte superior. Solo mostramos una parte de nosotros, casi siempre la más amable: la sonrisa, el gesto cordial, nuestro mejor selfie; dejando cerrada esa otra puerta que da paso a nuestro interior, a los momentos importantes —buenos o malos—, a nuestras verdaderas preocupaciones y alegrías.
Nuestras relaciones en redes sociales suelen ser también así, con solo media puerta abierta. Necesitamos momentos de calidad con los otros —menos selfies y más cafés compartidos—. Tiempo para que la confianza vaya ganando terreno y permita entreabrir esa otra mitad que da paso a nuestro castillo interior.
Sé que no es fácil. Yo tampoco abro siempre las dos hojas. Pero detenerme a pensarlo ya es un primer paso.
¡Abramos nuestras medias puertas! Saquemos tiempo para compartir vida y no únicamente fotografías. Hagámonos vulnerables al otro dándole paso a nuestro interior, con lo bueno y lo malo, con nuestras habitaciones en penumbra y nuestros patios soleados.
Un fuerte abrazo… de esos que solo se dan bien con las puertas del todo abiertas,
Sigo de viajes y reuniones y, por ello, sigo siendo impuntual con mis reflexiones. El lado positivo es la cantidad de nuevas anécdotas que se van acumulando para compartir.
Ayer volvía a Madrid en el AVE y me fijé en el nerviosismo de muchos pasajeros —casi diría de la mayoría—, desde que anuncian la vía hasta que toman posesión del asiento asignado.
Pensaba: todos tenemos un sitio reservado. Al contrario que en los aviones, hay espacio suficiente para quienes llevan una maleta grande y para los que vamos con lo puesto o, como mucho, con una mochila. Tiempo hay, y de sobra, para subir al tren… pero, desde el mismo momento en que se anuncia la vía de salida por megafonía, nos entran las prisas y queremos ser los primeros en llegar a nuestro sitio. Como si, ya en la estación y sin una urgencia real, el tren fuera a salir sin esperarnos.
Me vino a la memoria el libro Ébano, donde el escritor polaco Ryszard Kapuściński narra, desde su enfoque como reportero, su vivencia en África. Me acordé del pasaje en el que el periodista tiene que coger un autobús para ir de una ciudad a otra:
“Nos subimos al autobús y ocupamos los asientos. En este momento puede producirse una colisión entre dos culturas, un choque, un conflicto. Esto sucederá si el pasajero es un forastero que no conoce África. Alguien así empezará a removerse en el asiento, a mirar en todas direcciones y a preguntar: «¿Cuándo arrancará el autobús?» —«¿Cómo que cuándo?», le contestará, asombrado, el conductor. «Cuando se reúna tanta gente que lo llene del todo.»” (Ébano – R. Kapuściński)
Esta anécdota le da a Kapuściński una reflexión más amplia: los europeos dependemos del tiempo para existir y funcionar, mientras que en África es el hombre quien influye sobre el tiempo, sobre su ritmo y su transcurso.
“El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente del hombre. Todo lo contrario de la manera de pensar europea. Traducido a la práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta: «¿Cuándo se celebrará la reunión?» La respuesta se conoce de antemano: «Cuando acuda la gente.»” (Ébano – R. Kapuściński)
Sé que en nuestra sociedad de las prisas y de la productividad esto es imposible. Pero sería genial ir tranquilo a los trenes, a los aviones y a las reuniones, sabiendo que no saldrán ni comenzarán… hasta que acuda la gente.
Un abrazo… de los que solo se pueden dar cuando los dos llegan.
Estos últimos días, entre jornadas intensas y viajes, no he conseguido sentarme a compartir la reflexión diaria. Hoy, el coche en silencio del AVE me da un respiro para redactar unas letras.
Como sabéis, hace unos días se celebraron los Premios Princesa de Asturias, y el galardonado con el premio de Comunicación y Humanidades 2025 fue el filósofo alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han. Los que me conocéis sabéis cuánto me gusta este autor, al que sigo desde hace años y al que he citado en muchos de mis comentarios y artículos.
Hoy mi reflexión es compartiros el discurso que dio en la ceremonia —es corto, se lee rápido, pero es profundo—, con ideas tan importantes como estas:
“El teléfono inteligente puede ser una herramienta utilísima. No habría problema si lo usáramos como instrumento. Lo que ocurre es que, en realidad, nos hemos convertido en instrumentos de los smartphones. Es el teléfono inteligente el que nos utiliza a nosotros, y no al revés.”
O:
“La realidad es que vivimos en un régimen despótico neoliberal que explota la libertad… Uno se imagina que es libre, pero, en realidad, lo que hace es explotarse a sí mismo voluntariamente y con entusiasmo, hasta colapsar. Ese colapso se llama burnout. Somos como aquel esclavo que le arrebata el látigo a su amo y se azota a sí mismo, creyendo que así se libera.”
Yo, para celebrar este gran y merecido premio, me he regalado/comprado en una de las librerías de Atocha —que, sorprendentemente, aun siendo una tienda de paso de estación, siempre tiene libros interesantes— Sobre Dios, también de Han. He hojeado —de pasar hojas— un poco el libro y contiene reflexiones interesantísimas sobre la falta de atención que padecemos actualmente:
“La crisis actual de la religión no puede atribuirse sin más al hecho de que ciertos contenidos de la fe hayan perdido su validez, de que ya no creamos en Dios o de que la Iglesia haya agotado toda su credibilidad… Entre ellas se encuentra el declive de la atención. La crisis de la religión también es, por tanto, una crisis de la atención, una crisis de la vista y del oído. No es Dios quien ha muerto, sino el ser humano al que Dios se revelaba.”
No me extiendo más. Os dejo con el discurso para que lo disfrutéis, y yo me quedo con el libro para, igualmente, disfrutar de lo que me queda de viaje.
Un fuerte abrazo… de los que se dan en las estaciones,
Esta mañana he participado en una jornada a la que me ha invitado AESTE (Asociación de Empresas de Servicios para la Dependencia), bajo el título: “100 años de vida, 100 años de legado: voces centenarias y cuidados en el envejecimiento”.
Ha sido una maravilla —y un privilegio— poder escuchar el testimonio de vida de cuatro residentes, todos mayores de cien años, presentes en el acto.
AESTE ha elaborado un estudio de investigación entre sus residencias de mayores, con un enfoque específico y cuantitativo, para evaluar las características y el estado de bienestar de los residentes centenarios. Un estudio muy interesante, que bien podría extrapolarse al resto de residencias de mayores en España e, incluso, a la sociedad en general. Algunos datos destacados: el 86,3 % de las personas centenarias en residencias son mujeres. El 41 % mantiene un funcionamiento cognitivo normal o presenta solo un deterioro leve. Y el 9,4 % conserva una independencia total.
Actualmente, AESTE cuenta con 1.146 residentes mayores de 100 años en sus centros. Resulta llamativo saber que la mayoría de ellos ingresaron hace, de media, entre tres y cinco años, lo que indica que las personas mayores permanecen cada vez más tiempo en sus domicilios. Este dato rompe con la idea de fragilidad o dependencia absoluta en edades avanzadas, y consolida a las residencias como espacios de permanencia, acompañamiento y estimulación.
Y hasta aquí los datos. Porque lo más hermoso de la jornada fue, sin duda, escuchar a estos residentes centenarios. Su sabiduría, su historia de vida. Su capacidad de adaptación a los cambios —en especial los tecnológicos— de una sociedad que avanza a toda velocidad. Nos decía María, de 105 años: “Yo no salgo a ningún lado sin el móvil en el bolso”.
Pero, sobre todo, nos regalaron consejos valiosos dirigidos a las nuevas generaciones:
“Sed positivos en la vida. Ser positivo, pensar bien, te lleva a ser buena persona”.
“No dejéis de hacer deporte, de bailar. Manteneos lo más activos posible”.
“En la vida hay que esforzarse para conseguir las cosas. Hay que trabajar duro”.
Todos ellos han vivido momentos felices, y también duros. Al recordar el periodo de guerra, nos interpelaban con la serenidad que solo dan los años: “Parece que ahora la gente no quiere entenderse. No se escuchan”.
En la inauguración del acto, el Viceconsejero de Familia, Juventud y Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, Pablo Gómez-Tavira, nos decía: “Donde hay un mayor, suele haber conciliación e integración”. Y lo ilustraba con un ejemplo cotidiano: cuando en una reunión familiar el ambiente se tensa, suele haber una persona mayor que, con una simple frase, calma los ánimos: “Venga, no os enfadéis, que no merece la pena”.
Hay una frase de la escritora austriaca Marie von Ebner-Eschenbach que resume muy bien los consejos que nos han transmitido y que —al menos en mi caso— me interpelan profundamente: pensar en positivo, ser buenas personas, esforzarse, no enfadarse por cosas menores…
«En la juventud aprendemos, en la vejez entendemos.»
Un abrazo enorme… de esos que concilian e integran,
Hoy cierro por cumpleaños. Dejo a un lado los correos y las redes. No pasa nada si no contesto, si algo queda pendiente o si no publico nada. Hay momentos que no necesitan ser compartidos, solo vividos. Hoy toca apagar pantallas y encender velas.
Cumplir años es mucho más que sumar tiempo; es renovar el asombro por estar aquí, por poder reír, abrazar, besar a tu gente y sentir. Hoy el mejor plan es detenerse un instante, mirar alrededor y celebrar —con la familia y con la gente que siempre está cerquita— lo más grande que tenemos: la vida.
Hoy me ha llegado un artículo de James Clear que habla de cómo el orden y el ambiente en el que trabajamos mejoran nuestro rendimiento. Cita varios ejemplos muy acertados: “Nos ponemos a redactar un documento en casa en el momento de los baños y la cena, con los niños corriendo y gritando por los pasillos”, o “Tratamos de concentrarnos en algo importante, mientras no paramos de mirar el móvil con sus mil distracciones”.
Habla de la importancia de ser conscientes de los puntos de tensión y distracción de nuestro entorno que consumen nuestro tiempo y energía y, en la medida de lo posible, eliminarlos —con los niños, claro está, esto no es posible—, o al menos buscar la manera de que no nos afecten directamente.
En la década de los 70, las fábricas automovilísticas japonesas se dieron cuenta de que, mejorando el orden y la ubicación de las herramientas de sus mecánicos —de forma que no tuvieran que perder tiempo en localizarlas, sin necesidad siquiera de girarse para alcanzarlas—, aumentaban la eficiencia de los procedimientos y la producción general. Este pequeño ajuste organizativo permitió, en su momento, que las fábricas japonesas superaran en fiabilidad y calidad a los vehículos estadounidenses.
Y no solo influye el orden: también simplificar los procedimientos. El gobierno británico quiso aumentar la recaudación de impuestos que muchos ciudadanos dejaban de pagar y acababan siendo reclamados por vía ejecutiva, con la consiguiente pérdida de tiempo y el malestar del que tenía que pagar el tributo con intereses. Para ello, en lugar de hacer lo de siempre —remitirles a la web de la agencia tributaria correspondiente, donde buscar el apartado, la sección y el impuesto en cuestión—, les facilitaron un vínculo directo al formulario de pago, eliminando así tres o cuatro pasos del proceso. Esta pequeña simplificación incrementó la recaudación en millones de libras.
Qué importante es crear ambientes donde realizar cualquier tarea —sea la que sea— resulte sencillo y agradable.
Quizá, como decía Antoine de Saint-Exupéry: «La perfección se logra, no cuando no hay nada más que añadir, sino cuando no queda nada más que quitar». La verdadera perfección no está en sumar elementos o pasos, sino en saber restar lo innecesario hasta que solo permanezca lo esencial.
Mientras redacto la reflexión de hoy, miro mi mesa de trabajo y creo que voy a tener que escribir a los de la fábrica japonesa para que me den algún consejillo de organización.
El otro día, al final del comentario de “Unicornios”, os hablaba de esas personas que saben equilibrar el corazón y la razón. Personas que, cuando estás con ellas, te centran la vida. Yo las llamaba Personas Unicornio, enlazando con el título de aquella reflexión.
Hay autores que también se han referido a ellas. Hablan de personas que te mejoran, te motivan, te hacen crecer y ser mejor. Por ejemplo, Marian Rojas-Estapé se refiere a las Personas Vitamina: motivadoras, enérgicas y con buen humor; capaces de generar un ambiente positivo e inspirarte a superarte.
El gran Albert Espinosa, por su parte, habla de los amarillos, esas personas especiales —él las sitúa entre el amor y la amistad— capaces de cambiar tu vida para bien con solo estar presentes, sin necesidad de un contacto constante. Incluso afirma que, a lo largo de la vida, cada uno de nosotros encuentra 23 de esas personas especiales. Veintitrés “amarillos”.
Pues bien, la semana pasada, aprovechando unas reuniones que tenía en Cádiz, tuve la suerte de reencontrarme con uno de ellos: José María. Una de esas personas íntegras, que son faro para muchos de los que navegamos por la vida. Un amigo de siempre —le conozco desde pequeño y, sorprendentemente, recuerdo perfectamente el día que nos vimos por primera vez—. Una persona Unicornio, Vitamina y Amarillo.
De esos amigos con los que, aunque pasen meses sin vernos, al reencontrarnos la relación se retoma con la misma intensidad que si nos hubiéramos despedido la tarde anterior. Ya lo apuntaba Borges: «La amistad no necesita frecuencia. El amor, sí».
En un tiempo en el que, por culpa del uso (y abuso) en redes sociales, la palabra “amigo” ha perdido parte de su sentido original, poder compartir un rato con alguien que encarna el término en toda su profundidad es una auténtica gozada.
Os dejo con el poema de José Martí, Cultivo una rosa blanca, al que este “amigo sincero” puso música hace muchos años y que hemos cantado, junto a otros amigos, en numerosos encuentros:
Cultivo una rosa blanca, en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo: cultivo una rosa blanca.
Un fuerte abrazo… de los que se dan en los reencuentros,
Fernando Odres Nuevos
[A los que recibís el comentario por whatsapp os envío también un audio de la poesía]
Esta mañana he tenido una reunión y ha salido en varias ocasiones el término “unicornio”, en relación con esas startups, habitualmente con un fuerte componente tecnológico, que dan el bombazo y superan una valoración de más de 1.000 millones de dólares sin cotizar en bolsa.
Y ha empezado el cuento de la lechera. Uno decía: si hubiéramos invertido unos cientos de euros en tal empresa, ahora tendríamos miles. Otro: Pues si lo hubiéramos hecho en esta otra, lo mismo. Otro comentaba: Si hubiéramos apostado por Amazon (que no es una empresa unicornio, pero salió también en la conversación), habríamos multiplicado la inversión por mil. Y así, como la lechera del cuento, iba subiendo el beneficio y las futuras inversiones. Hasta que el más sensato del grupo —que no era yo, para qué engañarnos— recordó lo que muchas veces pasa en el mundo empresarial y en las corrientes económicas: las crisis.
Muchas empresas que hoy son muy potentes han pasado por periodos de crisis —bien internas o generales— que las han tenido, incluso, al punto de poder haber desaparecido. Y cuando llegan las crisis en las empresas es muy difícil mantener la calma, mirar a futuro y no vender. Cuando ves que los valores están cayendo de manera imparable, hay que tener mucha serenidad para contenerse, no vender y esperar que repunten (que en ocasiones no lo hacen).
Y aquí “el sensato” lanzó la frase categórica que nos despertó a todos: “Tus emociones tienen más fuerza que todas tus razones”.
¡Qué cierto! Dicen que las emociones preceden a los sentimientos que, a su vez, anteceden en muchas ocasiones al propio pensamiento.
Si esto lo llevamos fuera del mundo empresarial, a nuestro día a día, a nuestras relaciones, ocurre lo mismo. Y no creo que sea negativo, simplemente, hay que saber conjugarlo para que haya espacio tanto para el corazón como para la razón.
No se trata de tenerlo todo tan planificado que nos impida la sorpresa, la improvisación o la novedad. Tampoco de vivirlo todo con tal intensidad que, al primer tropiezo, nos liemos la manta a la cabeza “vendamos” y demos por cerrada la relación.
Cuando el corazón nos guía, la vida se vuelve más intensa. Arriesgamos más. Pero esto nos puede llevar a tomar decisiones sin pensar en consecuencias futuras. Por el contrario, si la razón toma el control, la vida se vuelve más planificada, más fría, sin esa pasión que nos enlaza a los demás de una manera especial.
Quizá, las personas unicornio sean aquellas que son capaces de equilibrar la vida entre la razón y el corazón.
Personalmente, no conozco ninguna empresa unicornio… pero sí a muchas personas que saben equilibrar el corazón y la razón. Personas que, cuando estás con ellas, te centran la vida. Quizá tú —que estás leyendo esto— seas una de ellas.
¿Cuál es tu persona unicornio? Seguro que te viene alguna a la mente sin pensarlo mucho.